Publicado el

Testimonio místico – Sentir la presencia de Dios

Compartir:

Cuesta explicar un encuentro místico a quien no cree, tememos que nos tomen por locos y ser objeto de burla en casa, en el trabajo y con los amigos. Pero encontrarse con Dios es algo que sigue ocurriendo cada día a personas anónimas. Quizás nuestro entorno, el mundo, nos señale como los tontos que creen las patrañas de la Iglesia. Pero en nuestro interior estamos seguros porque lo hemos vivido. Este es el testimonio de una mujer que encontró el camino cuando menos lo esperaba.

El amanecer de un jueves cualquiera

Me levanté de la cama con una profunda desgana. Había dormido mal, me esperaban los quehaceres habituales, los niños, el desayuno, las prisas. Tras dejar a mis hijos en el colegio y hacer unos recados, me dirigí a la librería a por una fotocopias que necesitaba antes de ir al trabajo.

En la librería

Entré en el establecimiento y había cola, eso hizo empeorar mi ánimo, ya de por si muy tocado. Mientras esperaba mi turno repasaba mentalmente el motivo de mi hastío. El día anterior había tenido una fuerte discusión en el trabajo, con mi jefe. Un trabajo al que había dedicado gran parte de mi vida y mis ilusiones, y que ahora, rondando los cuarenta años, resultaba que yo ya no era tan relevante para la empresa como la empresa lo había sido para mi. Era una más, prescindible, a pesar de que al nacer mi hija, la dejé con solo diez días a cargo de su abuela para atender la oficina. En ese momento me sentí asqueada de aquella decisión.

La sentencia de mi jefe rondaba en mi cabeza: «Otra más joven que tú, haría lo mismo que haces, por menos dinero…»

Era mi turno y me acerqué al mostrador, con cara de acelga y ojeras. Con una voz que me salía por pura obligación, pedí diez fotocopias de cada. Me apoyé en el mostrador con los hombros caídos, cabizbaja. Había más gente detrás de mi esperando pero no tenía ganas de disimular mi estado de ánimo. 

El momento preciso

Sonó a mi espalda la campanilla de la puerta, señal de que alguien más había entrado. Inmediatamente sentí una fuerza que me hizo enderezar los hombros y la cabeza, una sensación como si alguien me levantase desde dentro, me pusiese en pie, me diese fuerzas. Fue tan evidente, tan claro, y tan inexplicable a la vez, que me quedé perpleja. Me volví hacia la puerta pensando: – ¿Pero quién coño ha entrado? –

Entonces lo vi, era el cura de mi parroquia. Sonriente, me reconoció, y me saludó. Yo solo atiné a decir un hola con cara de susto. Intenté analizar lo que estaba pasando, quizás algún espejo o reflejo me había permitido verlo o intuir que era él, puede que hubiese reconocido su voz antes de darme la vuelta. Pero no, por más que buscaba una explicación lógica a mi reacción, no había ningún espejo, no había saludado hasta que me giré, no había nada lógico. 

Se acercó a mí y me dirigió unas palabras de cortesía, le respondí medio alelada con monosílabos. Pagué las fotocopias, me despedí y subí al coche.

El discernimiento y la alegría

Sentada al volante, camino del trabajo, entendí lo que había pasado. Dios era la respuesta al hastío que me invadía, solo por Él merecía la pena luchar cada día, solo con Él encontraría la alegría e ilusión que me faltaban. Aquel sacerdote no necesitó decir nada, su sola presencia, lo que representaba, fue suficiente para obrar en mi ánimo un cambio espectacular. Conducía sonriendo de oreja a oreja, invadida por la alegría. Feliz, porque en la sonrisa de aquel cura había visto la sonrisa que Dios mismo me dedicaba: «…Yo soy el Camino, la Verdad, y la Vida…..».

A partir de ese momento, mi vida dio un giro hacia el Señor, dejando en segundo plano cosas que hasta entonces habían sido prioritarias. Me comprometí en colaborar cuanto pudiese con mi parroquia. Han pasado cinco años y sigo sintiendo esa alegría cada vez que entro en una iglesia.

[wpedon id=»398″ align=»left»]

Compartir: